Amanece en Lisboa. En una mañana de
mediados del siglo XX, la mirada del novelista se asoma a la ventana de
un vecindario. Se anuncia un día no muy diferente de los demás: el
zapatero Silvestre, que abre su taller; Adriana, que parte hacia el
trabajo mientras en su casa tres mujeres inician otra jornada de
costura; Justina, que tiene ante sí un largo día jalonado por las
disputas con su brutal marido; la mantenida Lidia; y la española Carmen,
sumida en nostalgias...
Discretamente, la mirada del novelista va descendiendo y, de repente,
deja de ser simple testigo para ver con los ojos de cada uno de los
personajes. Capítulo a capítulo, salta de casa en casa, de personaje en
personaje, abriéndonos un mundo gobernado por la necesidad, las grandes
frustraciones, las pequeñas ilusiones, la nostalgia de tiempos que ni
siquiera fueron mejores. Todo cubierto por el silencio tedioso de la
dictadura, la música de Beethoven y una pregunta de Pessoa: «¿Deberemos
ser todos casados, fútiles, tributables?».
Saramago terminó de escribir Claraboya a los treinta y un
años y entregó el manuscrito a una editorial de la que solo obtuvo
respuesta cuarenta años más tarde, cuando era un escritor consagrado. La
escritura minuciosa y paciente retrata con maestría una época marcada
por la desesperanza. Claraboya anticipa de un modo deslumbrante
los elementos del universo Saramago, así́ como las virtudes que serán
el germen de tantas obras maestras. En el texto se oye la voz de José
Saramago, se reconocen sus personajes, se identifican la lucidez y la
compasión que según la Academia Sueca distinguen su obra.
«En todas las almas, como en todas las casas, además de fachada, hay un interior escondido.»
Raúl Brandão
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